13 de marzo de 2012

La Obra del Arizal.

Estimados lectores regulares de Oreinsof, seria de mucho provecho repasar los siguientes post antiguos del blog:

Palabras del Rabino y Sabio Kabbalista Jaim Vital.

Rabi Itzjak Luria Ashkenazi


רבי יצחק לוריא בן שלמה
האר"י הקדוש
אשכנזי רבי יצחק
האלקי רבי יצחק
האדון רבי יצחק
אדוננו רבי יצחק



Itzjak Luria desde lo Académico.

Si existiese algo llamado "Kabalología", su padre seguramente seria Gershon Scholem, él fue un filólogo e historiador israelí, y una figura destacada dentro y fuera del judaísmo, unánimemente considerado como el más importante especialista mundial en mística judía. 

A través de un extenso y prolongado trabajo de análisis y exégesis,  este erudito ha dejado las más lúcidas y documentadas teorías académicas a propósito del movimiento místico judío y sus relaciones con fenómenos adyacentes y según él estrechamente ligados, como la gnosis o el sufismo.

Aunque mi persona y por supuesto este Blog, no estudia La dimensión interior de la Torah, "Kabalah" desde este enfoque, es decir desde una óptica intelectual heterodoxa. Cabe destacar que, el Profesor Scholem no estuvo de acuerdo con lo que él pensaba que su contemporáneo Rabí Yehuda Ashlag estaba haciendo con la Kabalah, seguramente veía a Rabí Ashlag como una curiosidad.

Particularmente pienso que para todo estudiante moderno, atraído por el tema el trabajo del Profesor Scholem resulta de gran provecho, por lo que paso a transcribir una traducción de un artículo suyo sobre la "Doctrina de Isaac Luria" para el provecho de todos y sin ningún tipo de adaptación.


Gershon Scholem



La Doctrina de Isaac Luria, por Gershon Scholem.


En las líneas anteriores nos hemos ocupado de algunos símbolos cabalísticos, a manera de ejemplo, que son en mi opinión muy adecuados para ilustrar la naturaleza del problema de la Cabala y el mito. Sin embargo, en los sistemas de los antiguos cabalistas y sobre todo del Zóhar nos encontramos no sólo con la nueva vivificación de algunos motivos míticos sueltos, sino que somos de hecho confrontados con una espesa textura de creaciones ideológicas míticas y a veces incluso con auténticos mitos plenamente estructurados. Por muy interesantes que sean —desde un punto de vista ideológico— las reinterpretaciones especulativas y teológicas de ese pensamiento mítico, hecho que hemos constatado (tal como se explicó más arriba) en muchos cabalistas, no nos pueden engañar sobre la sustancia espiritual que le sirve de base. Sostengo la opinión de que la neoformulación especulativa de los mitos bajo forma teórica es, en ciertos casos, absolutamente secundaria en la conciencia de sus creadores mismos, y ha sido diseñada como una cubierta esotérica del contenido mítico considerado por ellos como un sagrado misterio.

El lugar donde se muestra el mito en su forma más clara y grandiosa —prescindiendo del Zóhar— es en el sistema más importante de la Cabala tardía, en Isaac Luria (1534-1572), de Safed, así como también, dentro de la secuencia del movimiento cabalístico mesiánico por él suscitado, en las especulaciones teológicas heréticas de los sabbetaístas. Ambas, tanto la Cabala ortodoxa de Luria como la herética de Natán de Gaza (1644-1680), el profeta y teólogo del mesías cabalístico Sabbetay Seví, constituyen en verdad ejemplos asombrosamente perfectos de creaciones míticas gnósticas ubicadas tanto en el judaismo rabínico como en sus límites, la una como forma estrictamente ortodoxa de dicha gnosis y la otra con una tendencia herética-antinomística. Ambas construcciones del mito cabalístico se hallan en estrecha relación con la experiencia histórica del pueblo judío, factor que explica sin duda, en gran parte, la fascinación innegable que las dos —pero en particular, como es natural, la Cabala luriánica— han ejercido sobre sectores muy amplios y a la vez fácilmente excitables y dotados de capacidad decisoria en materia religiosa de dicho pueblo. No puedo permitirme tratar ahora de la mitología herética de los sabbetaicos, pero quisiera al menos exponer a grandes rasgos la estructura del mito luriánico en cuanto ejemplo insuperable del contexto que aquí nos ocupa. Es posible que parezca un tanto atrevido el intento de abreviar de este modo las líneas directrices de un pensamiento que en su forma literaria canónica ha necesitado varios gruesos tomos para su exposición completa una parte de la cual —y que esto no se nos pase por alto— sólo es penetrable dentro de la praxis de una meditación mística y se resiste totalmente, en mi opinión, a una formulación teórica. Y, sin embargo, la estructura básica aquí empleada, el mito fundamental de Luria, si es que puedo utilizar tal expresión, posee una claridad tan desacostumbrada y penetrante que merece la pena intentar su análisis incluso con
la máxima brevedad.

El mito de Luria constituye, desde un punto de vista histórico, la respuesta a la expulsión de los judíos de España, un acontecimiento que planteó, con una urgencia desconocida antes de los recién pasados años de catástrofe en la historia judía, la cuestión del significado del exilio y de la vocación de los judíos en el mundo a la conciencia de los contemporáneos de aquel suceso. Aquí se halla recogida y planteada de forma más profunda y esencial que en el Zóhar la cuestión con la que se enfrenta el judío respecto al sentido de la experiencia histórica de su exilio, cuestión que ha pasado a ocupar el centro de las nuevas concepciones que determinan el sistema de Luria.

Este nuevo mito de Luria se concentra en tres grandes símbolos: en la doctrina del simsum o autolimitación divina, en la de la sebirá o rotura de los recipientes y en la del ticún o estructuración armónica, pero al mismo tiempo limpieza y restauración de la mácula del universo que se ha producido a causa de aquella rotura.

La idea del simsum, de la que el Zóhar nada sabe y que ha alcanzado su plenitud de significado —después de derivarse de otros tratados— sólo en el pensamiento de Luria, presenta caracteres asombrosos. Esta teoría coloca al principio del drama universal, que es un drama divino, no un acto de emanación, como otros sistemas más antiguos, o algo parecido por medio del cual Dios sale de sí mismo, se comunica y se manifiesta, sino más bien un acto en el que Dios se autolimita, se retira sobre sí y, en lugar de proyectarse hacia fuera, contrae su ser en una más profunda ocultación de su propio yo. El acto del simsum constituye para Luria la única garantía de que existe de alguna manera un proceso universal, ya que precisamente esta contracción de Dios sobre sí mismo —la cual produce en algún lugar determinado un espacio primitivo original llamado tehiru por los cabalistas— hace posible la existencia de algo que no es total y absolutamente Dios en su pura esencia. Los cabalistas no lo dicen directamente; pero está contenido implícitamente en su simbolística que esta regresión del ser divino sobre sí mismo representa una forma profundísima del exilio, del autodestierro. En el acto del simsum se reúnen las potencias justicieras, que se hallaban asociadas de forma infinitamente armónica con las «raíces» de todas las demás potencias en el ser divino, y se concentran en un punto, precisamente en aquel espacio original del que Dios se ha retirado. La idea de una segregación y fusión continuadamente progresivas de esas potencias justicieras, las cuales suponen ya en último término la existencia del mal en Dios, determina en Luria el carácter esotérico de todo el proceso subsiguiente, en cuanto purificación del organismo divino de los elementos del mal. Esta doctrina de una progresiva selección extractiva del mal de Dios, que sin duda se contradice con otros motivos del pensamiento de Luria y que puede ser calificada al mismo tiempo de particularmente escandalosa —o por lo menos problemática— desde un punto de vista teológico, es debilitada o si no intencionadamente sobrevolada en la mayor parte de las exposiciones del sistema, sobre todo en el caso de su discípulo Hayim Vital, en su gran obra Es Hayim, el 'Árbol de la vida', de manera que el simsum no aparezca como una necesaria crisis original en Dios mismo, sino como un libre acto de amor, que, no obstante, desencadena por lo pronto de forma bastante paradójica las potencias justicieras.

En ese espacio original o pleroma se hallan mezcladas las «raíces de la justicia» segregadas en el simsum con el residuo de la luz infinita de la divinidad, que se ha retirado de aquél. Y la actuación recíproca y contraria de estos dos elementos, a los que se añade además en un nuevo acto un rayo de la presencia divina que reincide en el espacio original, determinan la naturaleza de las estructuras que aquí se forman. Los procesos que se desarrollan en este pleroma son considerados por Luria como absolutamente intradivinos. Para él se trata del nacimiento de aquellas manifestaciones  del Infinito en el pleroma que según su conciencia integran al Dios vivo en la unidad de esas estructuras originales. Porque aquella parte de Dios que no ha participado en el proceso del simsum y en las fases subsiguientes, aquella entidad infinita de Dios que se ha ocultado, apenas desarrolla generalmente aquí un papel de importancia para el  hombre. La disputa entre el carácter personal de Dios antes del simsum y su esencia propiamente impersonal, que sólo cobra personalidad en el proceso que se inicia con el simsum, queda sin dirimir en las formas clásicas del mito luriánico.

En el espacio original se forman los prototipos de toda existencia, las formas —determinadas por la estructura de las sefirot— de Adam Cadmón, el Dios que participa en cuanto creador en la creación. La precaria coexistencia de los diferentes tipos de luz divina, que inciden aquí recíprocamente, es, sin embargo, causa de nuevas crisis. Todo, absolutamente todo lo que se forma en el pleroma después del envío del rayo procedente de la luz del En-sof, del ser infinito, porta las huellas del continuamente renovado doble movimiento del simsum y de la fluyente emanación que impele hacia el exterior. Toda graduación del ser se basa en esta tensión. De las orejas, nariz y boca del hombre prototípico se refractan luces que generan configuraciones profundamente ocultas, mundos de la más íntima constitución. Pero el proyecto más importante de la creación proviene de las luces que surgen de los ojos —en refracción propiamente dicha— de Adam Cadmón. Pues aquellos recipientes —hechos ellos mismos a su vez de formas inferiores de mezclas lumínicas— que estaban destinados a acoger este flujo lumínico de las sefirot procedente de sus ojos, sirviendo así como recipientes e instrumentos de la creación, se quebraron bajo su choque. Esta es la decisiva crisis de todo ser divino y creatural, la «rotura de los recipientes», denominada también por Luria en una imagen zoharística la «agonía de los reyes primitivos». Pues el Zóhar interpreta la lista de los reyes de Edom (Géne­sis: 36), que gobernaron y murieron «antes de que sobre Israel gobernasen reyes», en el sentido de la preexistencia de unos mundos del poder justiciero que perecieron a causa de la hipertrofia de este elemento en ellos.

La muerte de los reyes primitivos por ausencia de armonía entre lo masculino y lo femenino, tal como la expresa el Zóhar, se transforma para Luria en la «rotura de los recipientes», una crisis asimismo de los citados poderes de la justicia, que en el proceso presente son proyectados hacia abajo en sus partes más inasimilables y desarrollan como potencias demónicas una existencia propia. Doscientas ochenta y ocho chispas del fuego de la «justicia», las más duras y pesadas, se precipitaron hacia abajo, mezclándose con los añicos de los recipientes rotos. Y nada permanece como estaba después de esta crisis. Todas las luces de los ojos de Adam Cadmón, o bien fluyen de nuevo hacia arriba —reflejadas por el choque contra los recipientes— o bien se abren paso hacia abajo, y todas las leyes reguladoras de tal proceso son detalladamente expuestas por Luria. Nada se encuentra ya en el lugar donde debiera encontrarse. Todo está en alguna otra parte. Pero un ser que no se halla en su lugar se puede decir que está en el exilio. De este modo resulta que todo ser a partir de aquel acto primitivo es un ser en el exilio y se encuentra necesitado de reconducción a su lugar de origen y de redención. La rotura de los recipientes se continúa en todos los siguientes grados de la emanación y de la creación; todo está como roto, todo tiene una mácula, todo es imperfecto.

La pregunta por la causa de estas rupturas en Dios es, naturalmente, tan inexcusable como carente de solución para la Cabala luriánica. La respuesta esotérica afirma que se trata de un acto de  purificación de Dios mismo, o sea, de una crisis necesaria que tiene por finalidad la segregación del mal del interior de Dios, pero rara vez es expuesta con franqueza, por muy verdaderamente que reproduzca la auténtica opinión de Luria, tal como dije anteriormente. Este caso se da, por ejemplo, en Yosef ibn T'bul, el segundo discípulo, en importancia, de Luria. Otros se contentan con hacer la vieja alusión a la ley del organismo, al grano de la semilla que revienta y muere, para transformarse en trigo. Las potencias justicieras son según esto como granos de semilla que han sido sembrados en el campo del tehiru y brotan en la creación, si bien sólo por medio de la metamorfosis de la rotura y de la agonía de los reyes primitivos.

De esta forma, pues, ha sido involucrada aquí la crisis original —que constituye en el pensamiento gnóstico el factor decisivo para la comprensión del drama y del secreto universales— dentro de la experiencia del exilio, que en cuanto suceso cósmico profundísimo, aun más, en cuanto proceso que atañe a todo un Dios al menos en la manifestación de su esencia, adopta ahora unas extraordinarias dimensiones correspondientes sin duda al sentimiento de los judíos de aquellas generaciones. El hecho de involucrar el exilio en Dios es tan temerario y atrevido en su paradoja gnóstica como decisivo en cuanto a la enorme repercusión de estas ideas en el judaismo. Ante el tribunal de una teología racional estas ideas harían sin duda un mediocre papel. En el mundo de la experiencia humana de los judíos constituirían, por el contrario, un grandioso y atractivo símbolo viviente.

Los recipientes de las sefirot, que habían de acoger el universo de la emanación procedente de Adam Cadmón, están, por tanto, destrozados. A fin de restañar esa rotura o de reconstruir el edificio, que después de la segregación de las potencias ahora demonizadas de la pura justicia manifiesta una mayor propensión a la definitiva estructuración armónica, surgieron de la frente de Adam Cadmón unas luces de naturaleza constructiva y curativa. De su efecto proviene el tercer estadio del proceso simbólico, llamado por los cabalistas ticún, 'restitución'. Este proceso transcurre, según la idea de Luria, en Dios de una parte y en el hombre, como cúspide que es de toda criatura, de otra. Claro que éste no es, de ninguna manera, un proceso simple y unívoco, sino que está sometido a múltiples cruces e interferencias. Pues si bien al romperse los recipientes fueron segregadas las potencias del mal, que a partir de entonces han entrado en una fase de independización progresiva, ello no ocurrió de manera completa. Este proceso de segregación ha de proseguir sin cesar, ya que en las configuraciones de los universos sefiróticos ahora en formación continúan existiendo restos de las puras potencias justicieras, los cuales, o bien necesitan ser segregados, o bien transformados en fuerzas constructivas del amor y la gracia. En cinco estructuras o configuraciones, denominadas por Luria parsufím —'rostros' de Dios o de Adam Cadmón—, se forma de nuevo en el mundo del ticún la figura del hombre primitivo. Son las formas aparienciales del «paciente» (arij) del padre y de la madre, del «impaciente» (ze'ír anpín) y del elemento femenino que lo complementa (la Sejiná) que a su vez se manifiesta en dos configuraciones llamadas Raquel y Lía. Todo lo que la antigua Cábada y en partícuIar el Zóhar enseñaban sobre la coniunctio del elemento masculino y el femenino en Dios se traslada ahora —en una exposición infinitamente prolija y detallada— al proceso de la formación de los dos últimos parsufím y a las operaciones que se suceden entre ellos. A grandes rasgos la figura del ze^ír se cubre ampliamente con el concepto al que el judaismo tradicional denominaba Dios de la revelación. Se trata del principio masculino, que al ocurrir la rotura de los recipientes se ha salido de su unidad primigenia con lo femenino y debe ahora reconstruirla a un nuevo nivel y bajo aspectos diferentes. Las relaciones mutuas de todas estas figuras, su repercusión y reflejo en todo lo inferior, en los universos que se están formando bajo la esfera de la Sejiná, que cierra el «mundo de la emanación», de la creación, la constitución y la estructuración, constituye el interés central de la gnosis luriánica. Todo lo que acontece en el mundo de los parsufím se va repitiendo de manera cada vez más clara en los universos inferiores. Estos universos se forman en un flujo ininterrumpido a partir de las luces progresivamente oscurecidas, con lo que sin duda Luria quería decir que la décima sefirá de cualquier mundo —esto es, la Sejiná— actúa en él al mismo tiempo como espejo y como filtro que devuelve la sustancia propiamente dicha de las luces a ella afluyentes y sólo deja pasar y reexpide hacia abajo su residuo y su reflexión. Este mundo en estructuración está mezclado en el estado actual de las cosas con el de las potencias demoníacas, las quelipot, y ello es lo que le proporciona un carácter material y grosero en su apariencia física. El mundo de la naturaleza constituye también en su esencia —desde un punto de vista totalmente neoplatónico— un ámbito espiritual. Solamente la rotura de los recipientes con la consiguiente degradación de todas las cosas en su rango ha hecho que se mezcle este mundo con el de lo demoníaco, y su separación es, por tanto, una de las finalidades prioritarias de cualquier esfuerzo dirigido al ticún.

Pero esta función, la realización del proceso del ticún en sus fases decisivas, ha quedado encomendada al hombre. Pues por mucho que se haya realizado de este proceso restitutorio durante la formación del universo de los parsufim, esto es, en Dios mismo, la definitiva conclusión del proceso quedó, sin  embargo, reservada en el plan de la creación al último reflejo de Adam Cadmón, el cual se manifiesta en el mundo más bajo de la «estructuración» ('asiyá) como Adán, el primer hombre en el sentido de la narración del Génesis. Porque Adán era, sin duda, según su naturaleza, una figura puramente espiritual, una «gran alma», cuyo cuerpo incluso estaba hecho de materia espiritual, de una sustancia astral o lumínica. A él afluían todavía sin impedimento, si bien refractadas y enturbiadas por la degradación, las potencias superiores, reflejándose de esta forma en su persona como en un microcosmos la vida de todos los mundos. Y a él le correspondía también, por medio de la fuerza acumulada en su meditación y actividad espiritual, el extraer todas las «chispas caídas» de su exilio —siempre que hubieran permanecido en él— y reponer todas las cosas en su lugar  correspondiente. Si el mismo Adán hubiera cumplido esta misión que le era propia, entonces el proceso universal habría sido llevado a su término en el primer Sábado, e igualmente se habría consumado la liberación de la Sejiná, de su exilio, esto es, de su separación del principio masculino o ze^ír. Pero Adán falló, y su fallo es el de la consumación prematura de la unión masculino-femenina, o también bajo otros símbolos ya usados por los antiguos cabalistas, como, por ejemplo, el pisotear las plantaciones del paraíso y el arrancar la fruta del árbol.

La caída de Adán repite a nivel antropológico el proceso representado por la rotura de los recipientes en el teosófico. Todo vuelve a caer en el desorden e incluso se enreda en él aun con mayor complicación, y sólo ahora es cuando en realidad queda establecida en todo su vigor esa confusión de que antes hablé entre el mundo paradisíaco de la naturaleza y el material del mal a consecuencia de la caída. Cuanto mayor era la opor­tunidad de la casi ya consumada liberación, tanto más terminante era la precipitación a lo profundo de la naturaleza material, demonizada. De esta manera se encuentra nuevamente el exilio al principio de la historia de la humanidad, bajo el símbolo de la expulsión del paraíso. Las chipas de la Sejiná se han dispersado otra vez por todas partes, infiltradas en cualquier esfera de lo físico y lo metafísico. Y no sólo esto. También se rompió la «gran alma» de Adán, en la que estaba concentrado el total de la sustancia espiritual del hombre o, mejor dicho, de la humanidad. La enorme estructura cósmica del primer hombre se redujo a sus dimensiones actuales. Las chispas anímicas de Adán, al igual que las chispas de la Sejiná misma, se dispersaron, se precipitaron y emigraron al exilio, bajo el poder de las quelipot, de los «añicos». El mundo de la naturaleza y de la experiencia humana es el teatro del exilio del alma. Cada pecado renueva su parte correspondiente aquel proceso primitivo, de la misma manera que toda buena acción representa una contribución al regreso de la exiliada. La historia bíblica sirve a Luria de ilustración a esta situación fundamental. Todo lo que sucede es de acuerdo a la ley secreta del ticún y su fracaso. Las etapas de la historia bíblica son consideradas como renovadas oportunidades de liberación que a su vez han sido falladas en todas las ocasiones que se han presentado. Su punto culminante, la salida de Israel de Egipto y la revelación del Sinaí, interpretado como un símbolo cósmico, queda anulado en su efecto por la degradación del culto idolátrico al becerro de oro. La ley, sin embargo, bien sea la de Noé, que obliga a toda la humanidad, o bien la de la Tora, impuesta a Israel, participa de un significado decisivo: servir de instrumento del ticún. El hombre que obra según la ley hace retomar las chipas caídas de la Sejiná, pero también las de su propia esfera anímica. Restituye su propia figura espiritual a su perfección primitiva. De este modo se puede decir que bajo tal punto de vista la existencia y el destino de Israel son, a pesar de toda su horrible realidad, a pesar de la complicación entré las continuas llamadas de su destino y su no menos incesante enculpamiento, un símbolo en el más profundo sentido de la expresión de la auténtica realidad de todo ser, e incluso, no obstante la reserva con que esto se afirmó en todo momento, de la existencia divina. Precisamente porque la existencia real de Israel constituye en el fondo una auténtica realización de la experiencia del exilio, puede ser calificada al mismo tiempo de simbólica y transparente. El exilio de Israel es, por tanto, considerado desde un punto de vista mítico, no ya simplemente castigo correspondiente a una falta y piedra de toque que sirve para acreditarse, sino que además de lo dicho y con una visión más profunda encierra una misión de neto carácter simbólico. Por todas partes y en cualquier lugar del mundo debe Israel mantenerse alerta en su exilio, pues también por todas partes se encuentran chispas de la Sejiná a la espera de ser estimuladas, recuperadas y restituidas por un acto de perfección religiosa. De forma que aquí se nos presenta bastante inesperadamente —y anclada todavía con perfecta coherencia en el centro de una auténtica gnosis judía— la idea del exilio en cuanto misión, una idea que la Cabala ha legado ya en el momento de su decadencia al judaísmo ilustrado de los siglos xix y xx, y que si bien para éste no era más que una doctrina vacía de contenido, no dejaba de manifestarse plena de grandiosas resonancias.

Al exilio del cuerpo en la historia externa corresponde por el contrario el exilio del alma en su peregrinar de reencarnación en reencarnación, de forma existencial en forma existencial. La doctrina de la migración de las almas entendida como exilio alcanza ahora una intensidad, anteriormente desconocida, precisamente en amplios sectores de la conciencia popular.

Al someterse Israel a las directrices de la ley, está trabajando en la restitución de todas las cosas. Pero el advenimiento del ticún y de la fase universal que con él se corresponde no es, desde luego, otra cosa que el sentido de la redención. Cuando se cumpla ésta, todo será repuesto —gracias a la magia oculta de la acción humana— en su lugar correspondiente, las cosas serán rescatadas de su confusión y debido a ello liberadas en las esferas del hombre y de la naturaleza de su existencia entregada a las potencias demoníacas, las cuales permanecerán en una pasividad mortal —incapaces de una nueva irrupción destructora—, una vez que sea rescatada de ellas la luz. En cierto sentido, el ticún no reestablece, propiamente hablando, una idea creadora originalmente planeada y nunca puesta en práctica, sino que lo que hace es ante todo darle expresión por primera vez.

Por tanto, se puede decir que toda actividad humana, y en particular del hombre judío, no es más que trabajo en el proceso del ticún. Teniendo esto en cuenta, resulta comprensible que el Mesías desempeñe más bien para este mito cabalístico el papel de un símbolo, de un garante de la perpetrada restitución de todas las cosas con respecto a su exilio. Pues no es la acción del Mesías tomado como una persona encargada de la función concreta de la salvación —al cual se podía considerar como protagonista del ticún— la que aporta la salvación, sino nuestras acciones particulares. De esta manera, la historia de la humanidad en su exilio es interpretada como un constante progreso hacia la meta mesiánica, a pesar de todos los retrocesos. La redención no se produce, por tanto, aquí bajo la forma de una catástrofe en la que la historia se englute a sí misma y llega a su fin, sino como consecuencia lógica de un proceso en el que todos somos copartícipes. La llegada del Mesías no significa para Luria más que la firma bajo un documento escrito por nosotros mismos. El únicamente confirma el advenimiento de un estado que no ha contribuido a instaurar.

Así es, pues, como el mundo de la Cabala luriánica se presenta a sí mismo como un gran «mito del exilio y de la redención». Y precisamente es esta relación que tiene con la experiencia del pueblo judío la que le confiere su asombrosa fuerza y la importancia que ha tenido para la historia judía de las generaciones postluriánicas.

Hemos llegado al final de estas cortas consideraciones. El mundo del judío fue acoplado a su mundo primitivo de la manera descrita. El mito cabalístico se hallaba provisto de «sentido», porque había surgido de una relación plenamente consumada con una realidad que —precisamente en su mismo horror— por estar sujeta ella misma a una interpretación simbólica, era capaz de proyectar grandiosos símbolos de la vida judía como un caso extremo de humanidad. Los símbolos de los cabalistas ya no son realizables para nosotros a no ser a cambio de un gran esfuerzo, y esto no en todos los casos. Su hora había sonado y el momento oportuno pasó. Nos encontramos provistos de una nueva actitud ante los viejos problemas. Pero cuando surgen símbolos de una realidad plena de sentimiento y penetrada por la luz incolora de la intuición, y si, tal como se ha dicho, cualquier tiempo de plenitud es místico, no cabe duda que entonces podemos afirmar: ¿Cuándo ha tenido el pueblo judío mayores oportunidades de realizar el encuentro con su propio genio, con su verdadera y «perfecta naturaleza», que en el horror y la derrota, en la lucha y la victoria de estos últimos años, al efectuar una utópica retirada hacia el interior de su propia historia?





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